Cuento corto de Ramiro Pinilla:
Euskera Ez
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| Cárcel de Larrinaga | 
Bilbao
 las recibió con una llovizna inmóvil. En la puerta de la estación del 
ferrocarril la anciana desplegó un paraguas de hombre y dio el primer 
paso con la niña pegada a su cuerpo. La niebla de agua desdibujaba los 
contornos de la ciudad. Las cosas se mostraban en una lejanía amenazante
 y las gentes parecían caminar a un centímetro del suelo. La anciana se 
las arregló para apretar el pañuelo negro de su cabeza sin soltar la 
cesta que llevaba al brazo. Vestía el luto abrochado de las aldeanas 
viejas y arrastraba por sus narices una respiración tortuosa. La boca la
 tenía clausurada por una línea dura de labios azules.
Se
 detuvieron en la esquina del edificio. Cuando se les acercó el guardia 
municipal la niña levantó la cara para mirar a su abuela y los labios de
 la anciana se apretaron tanto que se hicieron blancos. El hombre 
observó sus atuendos de aldea y les preguntó qué buscaban. La niña 
volvió a mirar a la anciana, que parecía de piedra.
—La cárcel —musitó con transparencia.
El
 guardia miró con curiosidad a la anciana. Luego escrutó a su alrededor,
 sofocó la voz y repitió la pregunta, ahora en euskera. La anciana no 
alteró la postura de su boca.
—¿Es sorda? —preguntó el guardia.
La niña respondió también en castellano.
—Le han dicho que si la oyen en euskera será peor para su hijo. Y no sabe más.
El
 guardia las situó al extremo de una calle que subía. Permaneció quieto 
viéndolas sumergirse en una densidad traslúcida. En la cuesta la 
respiración de la anciana se hizo más abrupta, pero no se concedió una 
sola pausa. Por la calzada subían y bajaban camiones penosamente, como 
en una operación de guerra. La acera era tan angosta que sólo cabía un 
paraguas y el de la anciana desplazaba a los demás en su avanzar 
terminante. La tela negra salpicaba resonancias de tambor con las 
goteras de los aleros. La niña oía a la altura de su oreja el esfuerzo 
fragoroso de los pulmones de su abuela. Cuando alcanzaron el alto, la 
anciana recuperó su respiración sin separar los labios y sin detenerse.
Localizaron
 la cárcel sin error. La vieron en la distancia, mojada, como si fuera 
de cartón. Era uno de esos edificios con el aire taciturno inconfundible
 délas prisiones. La niña volvió a mirar a su abuela y ésta apretó los 
labios como cuando se encontró con el guardia y otra vez se le pusieron 
blancos.
La niña tenía doce años, 
pero se movía con la gravedad de las personas adultas. Era espigada, con
 unos ojos tristes que no correspondían a su edad, y apenas retenía otro
 tiempo que no fuera el de la guerra. También vestía un luto total. Y si
 miraba tanto a su abuela era para acordarse que no debía llorar.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
Las detuvieron a la puerta del muro. Un teniente de tricornio y bigote lineal se les puso delante con las manos en el correaje.
—Qué desean.
La
 anciana siguió mirando al frente aunque ya había dejado de ver el 
edificio. El teniente repitió la pregunta. El bigote se le rompió con 
una mueca y regresó al resguardo del cuerpo de guardia.
—No tengo prisa —sonrió—. Mi puesto acaba a las seis.
Los
 otros guardias asomaron la cabeza. La anciana sostuvo el paraguas con 
más firmeza que nunca y la presión de un labio contra otro casi le 
produjo dolor. Paradas sobre el guijo de la puerta ambas daban la 
impresión de que la lluvia sólo caía para ellas. Entonces la niña empezó
 a buscar en la cesta de su abuela. La anciana le ayudó, temblando, pero
 la niña la miró a los ojos y supo que no tenía miedo. Salió del 
paraguas llevando un papel tieso. Cuando lo entregó al teniente el agua 
lo había ablandado.
El teniente sonrió aún más al tropezar con el sello del obispo. Regresó ante la anciana con los ojillos semicerrados.
—Es su hijo —le preguntó.
La anciana sintió en su cara la mirada de la nieta y no movió un solo tejido. El teniente le blandió el papel ante los ojos.
—Además de muda es ciega —añadió.
Los guardias volvieron a asomar la cabeza para mirar. De sus figuras aún se desprendía la guerra.
—Diga
 algo —ordenó el teniente a la anciana. Se metió el papel en el bolsillo
 y cruzó los brazos sobre el pecho. La niña le obligó a volverse 
tirándole de la guerrera. El teniente chocó con una mirada lacerante.
—Usted sabe que no le entiende —dijo la niña—. Que sólo habla nuestra lengua.
Sostuvo la mirada del hombre hasta obligarle a hablar.
—Pues que no salga de casa.
—Lleva más de un año sin ver al padre —dijo la niña.
El
 teniente contempló a ambas desde el horror de aquella cárcel de 
posguerra. Se irritó consigo mismo al advertir que dudaba. Siguió 
mirando a la niña, ya sin ningún deseo de hacerlo. Luego le devolvió el 
papel, y en el momento de darle la espalda dibujó en el aire una 
indicación con la mano.
Cruzaron un 
patio desolado. En una esquina había tres hombres limpiando con una 
manguera la caja de un camión, de cuyas labias desprendían costras de 
color de hígado. En la puerta del edificio les salió al paso un guardián
 de barba rubia y tierna. La niña le entregó el papel que llevaba en la 
mano. El hombre lo leyó meticulosamente y después las miró a ellas como 
si hubiera olvidado que las dejó allí. Giró sin pronunciar una palabra y
 se alejó por un corredor oscuro. La niña se preguntó cómo no ponía 
remedio al pesado pistolón que le golpeaba el muslo. Una repentina 
ráfaga de viento las azotó por la izquierda y la anciana.
Llevantó
 a su nieta el cuello de la chaqueta con la misma mano que llevaba la 
cesta. La niña no olvidaría jamás aquella boca de la abuela cosida como 
con pernos, ni su rostro terroso cada vez más sereno. Observó que su 
expresión había dejado de delatar su necesidad de hablarle. Sus ojos le 
transmitieron con nitidez y con un sosiego increíble que no olvidara el 
recado que tenía para el padre ni el único ruego que tenía que hacerle 
al enemigo.
El guardia regresó detrás de un hombre gordo con cara de sueño. Les habló parado a tres metros.
—Nadie puede ver a los condenados a muerte.
Su voz quebradiza produjo la impresión de que había contado un chiste. Las dos figuras de la puerta no se movieron.
—Es la norma —concluyó, parapetándose en la frase.
El
 de la barba rubia le marcó con el dedo un lugar del papel. El hombre 
gordo extrajo unas gafas del bolsillo de su guerrera, las abrió con una 
sola mano y las encajó en su rostro. Al darse cuenta de la fuerza de lo 
que había escrito emitió un gruñido. —Habría que encerrar al clero en 
las sacristías. Metió la mano en la cesta que llevaba la anciana y sacó 
un paquete.
—¿Qué es?
—Pan, tortilla y chorizos para el padre —dijo la niña.
El guardián puso en sus manos el paquete.
El guardián puso en sus manos el paquete.
—Ponlo en ese balde.
La
 niña lo depositó cuidadosamente en el fondo de un balde que había en el
 suelo. El guardián las condujo a una estancia atravesada por dos 
tabiques de alambres formando pasillo. La abuela y la nieta esperaron un
 tiempo interminable estremecido por golpes de cerrojo en todo el 
edificio. Con el último estruendo de hierros se abrió una puerta al otro
 lado de los tabiques y apareció una figurita irreconocible. La anciana 
pegó el rostro a la alambrada y apretó con vigor un labio contra otro 
para no traicionar su voluntad.
La 
niña se aferró con los dedos a los alambres. Miró con vehemencia para 
comprobar si aquel era realmente su padre. Estuvo a punto de escapársele
 el idioma de su cocina, pero descubrió a tiempo al guardián apostado a 
dos pasos.
—¿Está usted bien, padre? 
—dijo en castellano. El hombre no acertaba a hablar. La niña comprendió 
que no creía del todo que ellas estuvieran allí.
—Padre.
Los brazos del hombre seguían caídos. No los movió para hablar.
—Sí. Sí. Bien. ¿Y en casa?
La
 niña vio cómo la abuela bebía con su expresión las palabras del hijo 
que no entendía. La anciana despegó los labios para dejarlos temblar.
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—Todos bien —dijo la niña.
El hombre miró a su madre.
—Ama.
A la anciana se le escapó un aire de emoción por la rendija de su boca.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oír que lo que hablan no sea maldito vasco.
—Eh —exclamó el guardián—. Quiero oír que lo que hablan no sea maldito vasco.
La anciana realizó un esfuerzo potente para recuperar la clausura de sus labios.
—Ama —repitió el hombre.
Llevaba
 la misma boina y el mismo tabardo de caza con que lo apresaron en 
Santoña con medio ejército del Norte, tres años antes. La cárcel lo 
había reducido a la mitad de su peso. Las pisadas del guardián que 
recorría las celdas llamando a los veinticuatro muertos de cada noche, 
le había vuelto los cabellos blancos.
—Cuántas vacas tenéis en la cuadra —preguntó.
—Sólo tres —dijo la niña—. Quitamos cinco cuando tú…
—Están sanas.
—Sí.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
Luego le preguntó por qué no había venido el abuelo.
—No se atrevió a verte aquí.
El hombre no tuvo necesidad de volverse hacia su madre porque desde el principio las abarcaba a las dos en una misma mirada.
—Ama.
La anciana se apretó más contra la verja.
—Rezad por ella —dijo el hombre. La niña supo que se refería a la madre asesinada en Gernika tres años antes.
—Sí —contestó.
El hombre no pudo reprimir el ruido de su respiración.
—¿Ya seguís guardando las semillas en el arcén?
—Sí —dijo la niña.
—Si no podéis con las tres vacas quitad alguna más.
—La
 abuela me dice que le diga que cuando usted tenía once años le pegó 
aquel plastazo en la cara no para castigarle por no sé qué, sino porque a
 ella se le había quemado el guiso y estaba de mal humor, y que le 
perdone ahora.
La niña palpó con pulcritud el estremecimiento del padre.
El guardián dio un fuerte chalo de mando.
—Pasó el tiempo. Despídanse. Los botones del tabardo del padre oprimieron la alambrada.
—Ama.
La
 niña no se atrevía a decir adiós para que no acabara todo. Recibió una 
mirada azul de su abuela y dio tres pasos hacia el guardián.
—Sólo pide una palabra en euskera.
—Está prohibido.
—Es la última que podrá decir al padre en este mundo.
—No es posible.
—Sólo una palabra.
—No.
—Sólo una.
El guardián titubeó.
—Una sola —dijo.
La niña regresó junto a su abuela y la miró moviendo la cabeza hacia abajo.
La
 anciana se concentró. Empuñó con fuerza la cesta para emprender el 
regreso al caserío y esperó a serenar su respiración. Siguió 
concentrándose con ahínco. Antes de desprenderse de la palabra la 
impregnó de treinta y siete años, día a día, de convivencia con el hijo,
 desde el parto a aquella jaula para fieras. 
Al saborear por anticipado 
que la oiría él, descubrió que ni con una muerte más podrían derrotar su
 mundo los enemigos. Recogió con entereza el nuevo rostro cuadriculado 
del hijo para el recuerdo y se sintió de hierro por dentro al 
pronunciar:
—Agur.
Ramiro Pinilla, Primeras historias de la Guerra Interminable (L. Haranburo, 1977)
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