«El inmenso placer de matar un gendarme»

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«El inmenso placer de matar un gendarme»

El libro firmado por Santiago Blanco y publicado en 1977 narra las andanzas del autor, muy conocido en Mieres como «el Avilesu» en los años treinta y tras la Guerra Civil





«El inmenso placer de matar un gendarme»

ERNESTO BURGOS
HISTORIADOR


A mediados de diciembre de 1977 se presentó en Madrid un libro con un título provocador, especialmente para aquella época, en la que, día sí y día también, el terrorismo se cobraba la vida de algún agente de orden público en nuestro país «El inmenso placer de matar un gendarme». A buen seguro que la publicación no hubiese podido ver la luz con ese título si en vez de gendarme se hubiese indicado que el muerto debía ser un policía o un guardia civil, pero su autor, un perro viejo en burlar censuras de todo tipo, logró llevar su propósito a buen puerto e incluso consiguió que le acompañasen en aquel acto dos primeros espadas de la transición: Pedro Altares y Alfonso Guerra.

Pedro Altares era en aquel momento director de la inolvidable revista Cuadernos para el Diálogo, que también se había encargado de la edición, y el incombustible Alfonso Guerra, aunque parezca increíble ya se sentaba en el Congreso de los Diputados, como ha seguido haciendo ininterrumpidamente hasta el día el hoy, y gozaba de la popularidad de ser uno los puntales de aquel socialismo joven que estaba empezando a ilusionar al país.

En libro aparecía firmado por Santiago Blanco, un personaje desconocido para todos, aunque la cosa cambiaba, al menos en Asturias y sobre todo en Mieres, si a los lectores se les explicaba que el autor respondía al apodo de «el Avilesu», donde aún existen personas de edad que llegaron a conocer a este hombre.

«El Avilesu» había recibido este mote infantil en la cuenca minera por el lugar del que procedía su familia. Su padre había trabajado en la fundición de cinc de Arnao, donde el duro puesto de gasista le obligaba, según la costumbre, a consumir diariamente un litro de orujo para ayudar a combatir las altísimas temperaturas. Así hasta que no pudo aguantar más y decidió buscar otros aires más sanos empleándose como maquinista de grúas para la fábrica de Mieres; ya no salió de allí, iniciando además una actividad paralela como tesorero del Sindicato Metalúrgico Asturiano.

Entonces su hijo Santiago era un niño de cinco años. Él tampoco viajó mucho en su primera juventud: apenas unas escapadas a Madrid y Valladolid, que no hacían prever una vida aventurera y las cuatro décadas de exilio en Venezuela que llevaba a sus espaldas la tarde de aquella presentación literaria.

«Si usted no ha sentido nunca el deseo vehemente de matar un gendarme, un guardia o, simplemente, un agente de tráfico, es usted un pobre hombre, sin sensibilidad social, un mediocre que ha sido joven, a quien le niego absolutamente el derecho a leer este libro. Si, por el contrario, sintió ese humano prurito y lo llevó a la práctica, espero que se divierta leyéndolo en la cárcel». De esta forma se abre este libro de memorias de más de 600 páginas en las que se va contando con humor una existencia apasionante y por las que van apareciendo los principales protagonistas de la revolución del 34 y la Guerra Civil en Asturias. Los recuerdos de un hombre que fue nombrado por Belarmino Tomás gobernador interino de Asturias para sustituirle cuando él tuvo que trasladarse «inmediatamente a Madrid para mentarle la madre directa y personalmente al señor Negrín».

Este es el tono de lo escrito. Como pueden suponer, da para mucho y les prometo volver en otras ocasiones a contarles algunas de las sabrosas anécdotas que recoge, pero hoy voy a empezar con un capítulo que estoy seguro de que les va a gustar. Se trata del ingreso en Falange Española de Santiago Blanco como «espía autorizado» por la dirección de las Juventudes Socialistas. Una experiencia que vivió durante su servicio militar en León y que publicó en «Avance», el órgano de prensa de los socialistas asturianos, cuando regresó a casa, en junio de 1934.

Aunque si esto ya es interesante por sí mismo, más sorprendente les resultará conocer que «el Avilesu» cumplió tan bien su misión que llegó a ser uno de los tres miembros del triunvirato de jefes de los falangistas leoneses.

En una entrevista que concedió en Venezuela a la cadena televisiva Venevisión en enero de 1978, Santiago Blanco pudo explicar como la iniciativa partió de él mismo, llevado por la vanidad propia de la juventud y por el deseo de hacer algo original para poder destacar en el mundo del periodismo, que en aquel momento era su profesión.

Cuando «el Avilesu» fue llamado a filas decidió que su momento había llegado. Se le destinó a Astorga, una ciudad pequeña en la que no pudo dar ningún paso, hasta que la casualidad quiso que su regimiento, el 36 de Infantería, necesitase un ayudante de imprenta. Entonces consiguió el traslado a León, donde la Falange tenía su tercera organización en importancia, tras las de Madrid y Valladolid, la primera por el número de sus habitantes y la segunda porque era donde se habían organizado las JONS. Allí, tras solicitar el permiso de su partido, comenzó a perfilar los detalles de su misión.

Lo primero consistió en cambiar su aspecto, ocultando sus ropas de trabajador para vestirse como un pollo-pera engominado, en los momentos en los que podía prescindir del uniforme; lo segundo fue más duro, ya que para hacerse ver por los falangistas tuvo que provocar una pelea con un compañero, otro soldado de la cuenca minera leonesa, que nunca llegó a conocer las verdaderas intenciones de su adversario, enfrentándose a bofetadas con él tras una discusión por motivos políticos que enseguida llegó a oídos de sus superiores.

Al día siguiente fue llamado al cuarto de banderas donde ocurrió lo que él esperaba: dos oficiales le interrogaron sobre su idea de España y al decirles lo que ellos esperaban escuchar le abrieron el camino hacia el partido de José Antonio, donde militaban muchos estudiantes, sobre todo futuros veterinarios, con los que pudo intimar muy pronto.

«El Avilesu» describe en sus memorias al Jefe Provincial de Falange Española y de las JONS en León, el doctor Hoyos, como un médico chiquito y pálido, solterón y posiblemente homosexual, cuyo despacho estaba presidido por dos fotografías firmadas de José Antonio y Mussolini, y otra de Adolfo Hitler en espera de dedicatoria. El día en que debía cerrar su afiliación, el médico le preguntó si tenía bicicleta. Lo que parecía una pregunta absurda dejo de serlo cuando se le explico su significado: No podemos hacer constar que tiene o no tiene pistola. La bicicleta es la pistola. ¿La tiene usted?

Sí la tenía, pero era una pistola socialista y no podía decírselo, así que, ante su respuesta negativa, le obsequiaron una Astra del 9 corto y con ella en el bolsillo recorrió los cafés y prostíbulos leoneses haciendo méritos junto a un capitán y tres o cuatro tenientes, supuestos compañeros de militancia, hasta que, convencidos por su vehemencia, le situaron en lo más alto de la jefatura joseantoniana de aquella provincia.

Muy pronto ya pudo mandar un informe descubriendo en las Juventudes Socialistas y la UGT a tres falangistas infiltrados que actuaban como soplones; luego fue añadiendo los nombres de los oficiales del Ejército vinculados a la Falange o a su organización hermana, la Unión Militar Española, entre los que se encontraba el propio coronel del Regimiento, los miembros de las escuadras, socios, consocios y colaterales, las tácticas de organización?

Hasta que todo se vino al traste por un asunto de faldas. «El Avilesu» acompañaba a una muchacha por la que bebía los vientos uno de aquellos jóvenes y ardorosos veterinarios falangistas, y cuando se enteró no tuvo otra idea que cedérsela sin buscar el enfrentamiento. Craso error en un país machista en el que aún se interpretan estos gestos como ofensas al honor.

El estudiante consideró la retirada del asturiano como un insulto y se dedicó a vigilar sus pasos, seguramente con la intención de caer sobre él en el momento adecuado, sin sospechar que el resultado de sus pesquisas iba a ser sorprendente.

Una noche lo siguió después de una reunión con los fascistas y se paró a esperar frente a su casa mientras el asturiano se fumaba un par de cigarrillos en la cama. Lo que no se suponía es que iba a verlo salir poco después, vestido como un obrero para dirigirse como cada noche a rendir cuentas a los enlaces socialistas de lo que se planeaba en el otro lado. La consecuencia del descubrimiento vino a los pocos días cuando pudo salvar su vida milagrosamente tras un tiroteo por las calles leonesas que alarmó a toda la población.

Antes de retornar a Asturias, «el Avilesu» tuvo que permanecer escondido por sus verdaderos compañeros mientras los traicionados le buscaban incansables por todos los rincones. Su refugio fue la casa de un camarero, que también vivía su militancia socialista en secreto, lo que le permitía estar informado de todo.

Un día le preguntó de qué le acusaban con más frecuencia los burlados: ¿Traidor, infame, maricón, perro sarnoso, comunista, miserable...? No, no, puntualizó el compañero camarero: simplemente me consideran un hijo de puta.

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