Publicado el: Jue, abr 10th, 2014
Altermundismo | By Mandarina
Catalunya, una oportunidad para España
Santiago Alba Rico⎮cuartopoder⎮10/4/2014
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Para
abordar el debate sobre Catalunya celebrado el martes pasado en el
Parlamento español me gustaría recordar por extenso las palabras de un
diputado:
“Una de las maneras de agraviar a Cataluña es precisamente entenderla mal; es precisamente no querer entenderla. Lo digo porque para muchos este problema es una mera simulación; para otros este problema catalán no es más que un pleito de codicia: la una y la otra son actitudes perfectamente injustas y perfectamente torpes. Cataluña es muchas cosas, mucho más profundamente que un pueblo mercantil; Cataluña es un pueblo profundamente sentimental; el problema de Cataluña no es un problema de importación y exportación; es un problema dificilísimo de sentimientos. Pero también es torpe la actitud de querer resolver el problema de Cataluña reputándolo de artificial. Yo no conozco manera más candorosa, y aun más estúpida, de ocultar la cabeza bajo el ala que la de sostener, como hay quienes sostienen, que ni Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni tiene nada. Si esto fuera así, naturalmente, no habría problema de Cataluña y no tendríamos que molestarnos ni en estudiarlo ni en resolverlo; pero no es eso lo que ocurre, señores, y todos lo sabemos muy bien. Cataluña existe con toda su individualidad (…) y si queremos conocer cómo es España, y si queremos dar una estructura a España, tenemos que arrancar de lo que España en realidad ofrece; y precisamente el negarlo, además de la torpeza que antes os decía, envuelve la de plantear el problema en el terreno más desfavorable para quienes pretenden defender la unidad de España, porque si nos obstinamos en negar que Cataluña tiene características propias, es porque tácitamente reconocemos que en esas características se justifica la nacionalidad, y entonces tenemos el pleito perdido si se demuestra, como es evidentemente demostrable, que muchos pueblos de España tienen esas características”.
Quien así hablaba era, en efecto, un
diputado del Parlamento español, pero no el pasado martes 8 de abril de
2014 sino el… 30 de noviembre de 1934 (¡hace 80 años!) en la primera de
las sesiones dedicadas ese año al estatuto de Catalunya. El diputado se
llamaba José Antonio Primo de Rivera, hijo de general golpista, fundador de la Falange, pistolero y mártir del fascismo español. ¿En qué se diferenciaba de Rajoy, de Rubalcaba o de Rosa Díez? En que era más inteligente, se expresaba mejor y tenía mucho más coraje.
José Antonio lo veía así. Catalunya
tiene su propia historia y su propia idiosincrasia nacional. Los que lo
niegan están reconociendo “tácitamente” su derecho histórico y moral a
la independencia; temen que el reconocimiento legal de su “diferencia”
lleve inevitablemente a su “separación”, lo que significa que en
realidad la dan ya por perdida y apuestan por mantenerla a la fuerza
mediante la “negación” y la “represión”. José Antonio hace exactamente
lo mismo que Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez, pero de manera mucho más
brillante. No sólo reconoce sino que exalta la “diferencia catalana” y
la “riqueza” que ella supone. Ahora bien, como Rajoy, Rubalcaba y Rosa
Díez, el fundador de la Falange considera que esa “diferencia” sólo
existe, sólo puede existir, en un proyecto común “español”: no hay
ningún problema en conceder “autonomía” y “libertades para la
auto-organización” a las “regiones” donde esté más arraigada la
conciencia de este proyecto común; y de hecho -dice José Antonio- habría
que conceder más “autonomía” a las “regiones más españolas” y menos a
las que podrían utilizar esa “autonomía” para “deshispanizarse”. ¿Cuál
es este proyecto común? José Antonio tiene la decencia de llamarlo por
su nombre: “unidad de destino en lo universal”, “una gran empresa”, un
“rumbo histórico”, “una vocación imperial de unir lenguas, razas,
pueblos y costumbres”. España. Si a los catalanes, dice, les proponemos
algo así se sumarán enfervorizadamente y, si se suman
enfervorizadamente, podrán regir sus “asuntos internos” sin negaciones
ni molestias, desde la “españolidad” matizada, coloreada, específica,
que llamamos Catalunya. Contra los que no acepten lo natural, lo bueno,
lo bonito, lo razonable, lo “universal”, será natural, buena, bonita,
razonable y universal -ocurrió dos años después con los resultados
conocidos- la intervención del ejército “español”.
Lo malo es cuando a esta “vocación
imperial” -que el fascismo reivindica orgullosamente- la llamamos con
pudor mercantil “marca” o, aún peor, con impudor liberal, “democracia”.
Creo sinceramente que Rosa Díez tiene razón cuando dice que “en
democracia las cuestiones esenciales no se discuten”. No se discute el
derecho a la tortura ni el derecho a la esclavitud ni la igualdad ante
la ley ni la condición ciudadana de los homosexuales o las mujeres; no
se debería discutir tampoco el derecho a la autodeterminación de los
pueblos. Que estos principios en democracia no se discuten quiere decir
que se han decidido ya y que no son revisables por ninguna asamblea ni,
desde el exterior del espacio político, por ningún “ejército español”.
Llamamos “constitución” a esas decisiones “de derecho” ya tomadas que
“no se deben discutir”; y no se puede hablar de verdadera constitución
si lo que se decide y se vuelve “indiscutible” es exactamente lo
contrario: la inferioridad de los negros, como en la constitución
sudafricana del Apartheid, la soberanía legislativa de Dios, como en la
iraní, o la “supremacía del déficit” y la “unidad de la patria
garantizada por el ejército”, como ocurre en la constitución española.
Que Rajoy, Rubalcaba y Rosa Díez se amparen en la ley y la constitución
sólo demuestra, en efecto, la necesidad de un nuevo proceso
constituyente que revise de entrada -sin amenazas golpistas, como en
1936 y en 1978- el límite democrático de nuestra constitución: la
inferioridad de los negros y las mujeres. Perdón: quiero decir “la
unidad de España”, esa “España a la fuerza” que desde hace 500 años
viene lastrando cualquier proyecto de convivencia entre los pueblos y de
democracia en nuestro país.
Es verdad. Hay pocos conceptos más
escurridizos que los de “historia” y “voluntad popular”, pero mucho más
peligroso es tratar de utilizar el de “democracia” para imponer una
historia y una voluntad particulares. La historia se construye mediante
la violencia y el mito. Y la voluntad popular es -como recordaba Zapatero en
una entrevista en la televisión catalana- muy manipulable. Por eso
mismo para resolver la “cuestión nacional” hace falta sobre todo un
fino, sereno, ejercicio de frónesis aristotélica: un juicio prudente que
acepte la inexactitud de todas las historias y la volatilidad de todas
las voluntades. Catalunya existe y sus ciudadanos reclaman
mayoritariamente una consulta. Su existencia es el resultado de un
precipitado histórico complejo -lleno de mitos y contramitos- cuyo
reconocimiento legal, a través del estatuto de autonomía, es al mismo
tiempo el motor y la afirmación de un “sujeto nacional” al que no se
puede hacer callar “democráticamente”. En cuanto a la voluntad, lo que
no podemos admitir, como sugiere el expresidente Zapatero, es que sólo
se expresó de manera realmente “libre” una vez, en el referéndum de
1978, recién salidos de la “pedagogía del terror” franquista y
amenazados por el ruido de sables.
La voluntad es manipulable y sin
duda Artur Mas juega sus cartas en favor de una oligarquía
catalana, y de un nacionalismo burgués, a los que la democracia les
importa tanto como a Rajoy, Rubalcaba o Rosa Díez. La diferencia es que,
por interés o por esencialismo, Mas defiende una “consulta” y Rajoy,
Rubalcaba y Rosa Díez, por interés o esencialismo, la rechazan. Si la
voluntad es manipulable, todos los partidos, políticos, periodistas,
intelectuales y medios de comunicación deberían estar haciendo un enorme
esfuerzo para imponer un poco de frónesis democrática entre los
españoles en lugar de excitar, por electoralismo y “vocación imperial”,
el nacionalismo español más joseantoniano. A la manipulación en favor de
la frónesis democrática se le llama “educación”, “información”,
“democratización” y forma parte de la mínima responsabilidad exigible a
nuestros gobernantes y nuestros políticos. Defender esa frónesis debe
ser nuestra principal tarea, a sabiendas de que su reconocimiento
constitucional implica no sólo la oportunidad histórica -por fin- de una
verdadera fundación democrática de España sino la evitación de muchas
tragedias y violencias históricamente familiares. A ningún español, y
menos de izquierdas, debería asustarle la idea de una Catalunya
republicana e independiente -si es que decidiese su independencia. Esa
Catalunya sería tanto o más democrática que España y España, en virtud
de este reconocimiento del “derecho a decidir”, se democratizaría un
poco más. Al mismo tiempo, salvo si los mitos y la violencia
españolistas la provocan, ninguna catástrofe mayor es previsible: ni
política ni económica ni social. Dejemos que el pueblo catalán decida,
solidaricémonos con él y luchemos luego juntos, democráticamente, contra
lo que a todos por igual -españoles, catalanes, vascos, griegos,
portugueses- nos separa realmente de la democracia: el capitalismo,
nacionalista o cosmopolita, del que Rajoy, Rubalcaba, Rosa Díez, Mas y
la “troika” son representantes y defensores.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).
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